Cuento publicado en la revista Romántica’s Nº 28, pag 49 a 52.
El tercer sonido del mar
Era coleccionista de sonidos desde niña, pero hasta los once años no había registrado su primer sonido en una grabadora. Entre sus dedos, removía un rosario de cuentas de nácar que pertenecía a su abuela, de quien había heredado aquella afición un tanto peculiar y que según decía, era más fácil mantener en este siglo, en el que existían máquinas que atrapaban sonidos e imágenes. Por supuesto, su colección había comenzado mucho antes, cuando empezó registrando sonidos en su memoria. Cada vez que su madre encendía una cerilla para poner una vela; cuando su gata aceleraba el paso a lo largo del pasillo, en mitad de la noche, mientras todos dormían y la casa estaba en silencio; o cada vez que arrastraba su mano en horizontal por la persiana de bolitas de madera de su habitación.
Después, cuando se hizo mayor, continuó grabando los sonidos en diferentes casetes, a las que añadía una ficha con los datos de cada nuevo sonido, lugar de escucha, duración del mismo, fecha de encuentro y nombre con el que se le conocía comúnmente.
Los amigos que sabían de esta afición suya, no dudaban en decirle que era uno de los hobbies más complicados que existían, más incluso que montar en bicicleta tumbado con los ojos mirando al cielo, como hacía Bernardino el primo de Susi; o pintar nubes con formas humanas, como hacía Lucrecia, la vecina del segundo del bloque de Susi; o fotografiar sonrisas sin salir de la ciudad. Pero ella les contestaba que la afición de su amiga Susi era aún peor, la de coleccionar conocidos que practicaban extrañas aficiones.
Al agrandarse la colección, se fueron abriendo tanto los límites de búsqueda de los sonidos que no dudó en trasladarse un fin de semana hasta Heidelberg para registrar el sonido de la espuma de la cerveza, cuando alguien llenaba una jarra en un bar, durante las fiestas locales; o a Londres para capturar el sonido de la aguja del Big Beng al colocarse, justo un instante antes de dar las doce campanadas la última noche del año; o a Roma para grabar el sonido de los pasos de un turista solitario que caminaba al amanecer por el Foro Boario. En esta ocasión se había trasladado hasta una pequeña ciudad costera del Este para registrar lo que ella llamó, nada más escucharlo por primera vez, “El tercer sonido del mar”.
El paseo marítimo era precioso en todo su recorrido. Desde el puente que separaba el mar abierto del embalse construido, en el que nadaban alegremente unos patos de agua salada junto a unas gaviotas de agua dulce, hasta sus orillas rocosas donde dormían la siesta los auténticos gatos marinos, y sus aguas en las que bailaban los peces disfrazados de plata que devoraban cada tarde, los mendrugos de pan que les arrojaban los paseantes. Pero por encima de tanta belleza visible, vio que existía un lugar donde se reúnen los buzos por la noche, donde se sientan a pensar los solitarios, donde se sorprenden los niños, un pequeño rincón en la playa, en el que se escucha dulce y serenamente, el tercer sonido del mar.
Ocurre cuando la ola se marcha e instantáneamente regresa. Ocurre entre esos dos sonidos tan escuchados por los amantes de lo auditivo. En esa fusión de instantes, entre la ida y el regreso, cuando las piedras son levantadas y empujadas hasta la orilla, donde cada mañana, el mar construye una pequeña trinchera con ellas. Y ese, su tercer sonido, es un susurro crujiente que acaricia los oídos penetrándolos y haciéndoles cosquillas en sus profundidades.
Supo de aquel sonido por un documental de la 2, y le bastó escuchar a la alemana rubia que desde su tumbona hablaba a la cámara…Aquí el mar tiene un sonido que no existe en ningún otro lugar del mundo…
Ahora, sentada al borde del paseo con los pies colgando, decidía que la alemana tenía toda la razón y que había valido la pena trasladarse hasta allí, para hacer funcionar su grabadora a las once de aquella noche estrellada de Junio.
_ Nunca escuché un sonido tan lindo, cri, cri, cri…
Alguien se acercaba caminando sobre las piedras.
_ Es relindo…
Se volvió y miró tras ella. Había un hombre de pie.
_ ¿No te lo parese? _ preguntó.
Ella respondió dudando.
_ Sí, es muy bello.
El hombre se acercó.
_ ¿Sos de por aquí? _ le preguntó.
_ No, soy de Madrid.
_ ¿Y qué hasés aquí entonses?
_ He venido a…estoy de vacaciones.
_ ¡Ah!, Eso es maravillooossso, las vacaciones digo.
_ Sí, lo son.
Le gustaba aquel acento con que el hombre arrastraba las elles, las haches, y su manera de dulcificar las eses. Le hacía muy atractivo. No sabía qué, pero algo la impulsaba a continuar hablando con él a pesar de no conocerle en absoluto. Quizá era la intención de obligarle a hablar de nuevo y así volver a escuchar su suave y sensual acento sureño.
_ ¿Y tú, de dónde eres? _ le devolvió la pregunta.
_ ¿Yo? _ preguntó él hipnotizándola con la aguda pronunciación del monosílabo _ de Buenos Aires. Pero yo no estoy de vacaciones. Trabajo de camarero, ¡original, verdad! Como todos los argentinos recién llegados. Somos una plaga.
Estupendo, pensó ella, si todos son así de guapos, no me extraña. Suspiró, me parecerá relindo conocerte, se dijo para sí.
_ Mi nombre es…
Una gran ola rompió en la orilla y les salpicó. Los dos corrieron hacia el paseo entre risas y tropiezos.
_ ¿Y vos? _ siguió preguntando él.
Calló durante un instante. Ella no había escuchado su nombre y tampoco quería saberlo, ¿por qué entonces dejar que él supiera el suyo?
_ Está bien _ sonrió como si la comprendiera _ ¿Querés un helado? No es que hacer el amor con un argentino sea mejor. Tampoco es exactamente diferente. Es “diferentemente” mejor, pensaba. Después, se dio cuenta de que el adverbio “diferentemente” no existía.
Le parecía estar haciendo lo más placentero que había hecho nunca, mientras él le susurraba al oído aquellas palabras tan tiernas. Sus oídos se estremecían como si tuvieran piel y poros propios. Jamás, con ninguno de sus sonidos encontrados, buscados y perseguidos alrededor del mundo, había sentido un cosquilleo tan gozoso junto a sus tímpanos. Era como tener un orgasmo auditivo, además del otro, que ya lo había disfrutado varias veces en la noche.
Recordó que aún no sabían sus nombres. ¿Y para qué iba a necesitar él, saber cómo se llamaba ella? Tenía cientos de apodos con los que hacerle estremecer con la sensualidad de sus susurros. No sabía si estaba enamorada pero tenía que reconocer que de un hombre así podría llegar a enamorarse. O quizá, tenía que reconocer que de una voz así, una experta en sonidos como ella, podría enamorarse fácilmente.
El continuó susurrándole frases de chocolate y miel, expresiones agridulces y exclamaciones de picante sabor, mientras se retorcía bajo su cuerpo desnudo y cálido, cerrando los ojos para agudizar el oído, ya que era el sentido que más le gustaba potenciar. Y ella, que coleccionaba sonidos desde niña, lo tenía muy desarrollado. Era capaz de oír cosas que casi nadie oía, como el caminar de una araña en una pared, el pitido que da el sol cuando roza el agua del mar cada atardecer, o el crujiente latido del corazón de una abeja cuando se posa a comer sobre una flor. Sin embargo, pensó de nuevo, qué extraño que su buen oído no hubiese llegado a escuchar su nombre, tras el romper de aquella ola nocturna.
Continuó escuchando el movimiento de sus caderas, el rasgar de la frotación de sus cuerpos, y el respirar agitado de él en su oído, que le cosquilleó de forma tan placentera, que creyó que se iba a desbordar de placer sonoro.
Después, escuchó el despegar de sus pieles, la de él y la de ella, primero juntas, después separadas, una y otra vez, en un vaivén continuo, cada vez más lascivo, que le provocaba un deseo mayor que el que ya sentía.
Cuando de nuevo llegaron al clímax, ella se aguantó el chillido que hubiera querido dejar escapar, para así escuchar abiertamente el gemido que él liberó de su garganta. Y al oírle, creyó que sobrevolaba el Mediterráneo. Nunca había oído un gemido de placer porteño. Fue tan gratificante…
El se durmió plácido sobre la sábana blanca empapada en sudor. Ella se levantó y apagó la grabadora oculta bajo su ropa. Sonrió. Aquella noche ampliaba su colección abriendo una ficha de sonidos eróticos. Se sintió totalmente feliz. Si seguía la racha, se convertiría en la mejor colección auditiva del mundo.
Tuvo la oportunidad de ir a registrar la nota más alta de una famosa soprano que actuaba en el Palacio de la Música. En cualquier otro momento, habría corrido para grabar aquel segundo y añadirlo a su colección, pero aquella noche, había quedado con él, como las tres últimas noches, para ir a la playa.
Si su amiga Susi se hubiera enterado, le habría dicho que algo en ella había cambiado sin duda, y de forma radicalmente visible. Nunca hubo nada más interesante para ella que registrar nuevos sonidos para su colección, pero ahora, aquel acento de consonantes arrastradas le parecía lo único necesario para su supervivencia. Ni el poder de la música podía compararse a la emoción que sentía cuando él le hablaba. Ni el mar podía crear un sonido tan estremecedor como cuando él le susurraba al oído.
Decidió quedarse junto a él, frente al mar. Le contó por qué había venido y para qué estaba allí. Le habló de su pasión por los sonidos y a él le pareció lo más divertido y original que había oído nunca. Le explicó además, que hasta que le conoció, su sonido preferido de la colección era lo que ella llamaba el tercer sonido del mar, y que los días que había estado allí sola, creyó que nunca encontraría un sonido tan maravilloso ni que le hiciera sentir tanto placer en sus oídos, como el romper de las olas en aquella playa.
Entonces, él la besó. Y su beso sonó a esponjas naturales rellenas de jabón sobre pieles mojadas. Sintió que entre los dos había una conexión como nunca había sentido, como la de un caracol dentro de su concha.
El se sintió tan feliz que empezó a saltar sobre las rocas, gritando su amor a la noche de luna llena que iluminaba sus corazones y como no sabía su nombre, la llamó amor, diosa, y belleza, y cada uno de aquellos nombres, a ella le pareció que realmente era el suyo. Sonreía mirándole alegre como intentaba mantener el equilibrio saltando de una roca a otra, cuando de pronto, una violenta ola rompió por encima de su cuerpo llevándoselo consigo.
Se levantó. No lo veía. Corrió hacia las rocas. Allí el agua estaba más oscura que en la playa. De nuevo miró hacia abajo intentando atravesar el agua con su mirada. El corazón le latía emitiendo un sonido desesperante, como un reloj que quisiera adelantar al tiempo. No veía ni oía nada, ni siquiera un chapoteo en el agua, una voz, un gemido. Era posible que se hubiera dado un golpe en la cabeza con una roca y se estuviera ahogando. No supo qué hacer.
Fue entonces cuando gritó, y como no sabía su nombre, simplemente dejó brotar un sonido gutural aterrador y lo hizo tan fuerte que unos buzos acudieron en su ayuda rápidamente. Escuchó el caer de los dos hombres al agua aunque no podía verlos. Tardaron mucho en salir, una eternidad multiplicada por dos. Pero al fin, escuchó las olas que se partían al contacto de los cuerpos que regresaban.
Uno de ellos tosía con desesperación sobre la playa. Corrió a su lado. La goma de las aletas de los buzos rechinó sobre las piedras. Estaba vivo. Entonces comprendió. El mar había escuchado todo y no sólo aquella noche, sino también las otras tres noches anteriores que habían pasado en la playa. ¿Pero era posible que el mar sintiese celos?, se preguntó. O quizá no era el mismo mar, sino solamente el sonido que la había llevado hasta allí, hasta aquella ciudad, hasta aquel hombre, hasta aquel momento, como si su destino ya hubiera sido escrito.
Se abrazaron. Las olas continuaban rompiendo y emitiendo el tercer sonido del mar, pero esta vez, en calma. A lo lejos, unas luces de colores seguidas de un estruendo le recordaron que el romper del aire de los fuegos artificiales al subir al cielo, era un sonido nuevo que aún le faltaba por registrar en su colección.
Mar Cantero Sánchez